sábado, 31 de mayo de 2014

EL SUEÑO DE JUGAR UN MUNDIAL

Soñé que entraba a jugar la final con Diego en el Mundial 86 Ilusiones que nos merecemos. - Pensar lo imposible vale la pena: no es fantasía sino reconocer el deseo. El autor –muy corto de vista de chico, pero con anteojos potentes– logró jugar al fútbol en su barrio pese a todos los pronósticos. Y de adulto, ya fotógrafo profesional, cubrió varios mundiales. Este relato cuenta su “estar-casi-en-la cancha” en el 86, cámara en mano. Por Dani Yako.

 Así empezó todo. En el campito del barrio, Yako ataja. Por culpa del fútbol le compraban lentes cada seis meses.
Así empezó todo. En el campito del barrio, Yako ataja. Por culpa del fútbol le compraban lentes cada seis meses.

Bilardo miró el banco, se acomodó la corbata estirando el pescuezo y me dio un par de indicaciones: tirate a la izquierda y juntate con Diego; tenía puesta la camiseta número once. Estaba por ingresar al campo de juego cuando, maldición, desperté. Era la noche anterior a la final del Mundial 86. Ansioso, como flotando en el aire, me asomé a los ventanales de la habitación del hotel Chapultepec. Desde el piso diecisiete la vista era imponente. Amanecía en el caótico DF mexicano.

Fútbol. Fútbol. Fútbol. Nadie en casa había tomado en serio el deseo de ser un delantero profesional. Supongo que mi frágil salud y pésima vista resultaron determinantes. Quizás el error fue no animarme nunca a contar mis sueños en voz alta. Pero qué emoción cuando cumplí ocho años y me regalaron los botines Sacachispas. Eran incómodos pero imprescindibles para alimentar esas fantasías. Sólo faltaba la número cinco de cuero. Esa pasión por la pelota me llevó a cometer un delito que 50 años después aún me pesa: robarle Puntorero, la figurita más difícil del álbum al compañero de banco en el shule (perdón, Daniel).

Vivíamos pegados a una fábrica de muebles en una calle de tierra. El portón era el arco, y, aun sin rival, servía. Secretamente admiraba a León Goldbaun, que atajó en Boca, All Boys y Los Andes. La cosa era simple. Si un judío jugaba en primera todo sería posible. El clásico del barrio era Gualeguaychú contra Lascano. Papá era el técnico de Gualeguaychú. Lo primero que hizo fue organizar una rifa para comprar camisetas rojas con mangas blancas. El premio máximo tras un partido era compartir entre todos una Coca helada.

Unidos de Floresta, pomposo nombre del equipo, llegó a la tercera ronda de un torneo barrial jugado en Atlanta. Después se disolvió como burbujas de Coca helada. Mamá tenía que renovar todos los meses en la escuela una autorización para que jugara con anteojos. Había cuatro pares y por lo menos tres estaban siempre en arreglo.

El primer recuerdo que tengo de un Mundial se remonta al 66. Un año antes la selección de la Unión Soviética había jugado un amistoso preparatorio en la cancha de River. Entusiasmado esperaba ver de cerca a los representantes de la Nueva Sociedad (la más Justa, Igualitaria, Culta, Solidaria, Física e Intelectualmente Superior); mi hermano me machacó durante días la formación de estos enviados del Futuro. Aún hoy puedo recitarla como un poema: Yashin.

Ponomariov-Chesterninov-Afonin-Vonronin.

Getmanov- Metrevelli-Szabo Banishevsky-Kopaiov-Meski.

Los soviéticos resultaron más comunes que comunistas y el partido terminó empatado. Todavía hoy discutimos en la familia a cuál equipo apoyábamos. Sin televisión en directo, vivíamos pegados a la Spica escuchando a Muñoz. Según el Relator de América habíamos tenido a Inglaterra contra las cuerdas y la expulsión de Rattin era totalmente injusta. Fue una de-silusión verlo tres días después y descubrir que Argentina casi no llegaba al arco contrario.

Antes de ser reportero amaba ir a la cancha. Sábados con All Boys y domingos con River. El cumpleaños más triste y solitario que recuerde lo pasé junto a hinchas millonarios el día que San Lorenzo nos ganó la final del Nacional 72, prolongando la sequía, en ese momento, de 15 años sin ganar un campeonato.

El 78 lo sufrí en el exilio. Los meses previos juré que no iba a hinchar por Argentina. La sola idea de una final a metros de la ESMA donde estaba secuestrada mi amiga Silvia daba escalofríos. Pero su liberación durante el torneo y la llegada a Madrid con Vera, nacida en cautiverio, ayudaron a que terminara gritando los goles de Kempes. O tal vez fue simplemente ese nacionalismo irracional que sólo me aflora con el fútbol.

En el 80 colaboraba con la revista del Real Madrid. Por esa época se organizó un partido entre periodistas y ex glorias del club merengue. Era joven, rápido y con una zurda potente. Del otro lado estaban Di Stéfano y Puskas con 40 años/kilos más.

Nunca sentí una humillación tan grande como esa. Quedé paralizado mirando las maravillas que esos tipos hacían con la pelota. Es increíble cómo algo tan simple que practican millones de personas en el mundo, en los pies de unos pocos se transforma tan en otra cosa En 1982 seguía exilado. La dictadura se desmoronaba y la recién creada agencia DyN (Diarios y Noticias) me nombró corresponsal en España y me acreditó para cubrir el Mundial. En Associated Press gustaron mis fotos y obtuve un contrato por cien dólares diarios, una pequeña gran fortuna para mi modesta economía de entonces.

En una comida con varios periodistas Muñoz se quejó porque no conseguía lugar en un vuelo a Barcelona. Como tenía una reserva y no me importaba viajar por tierra, le ofrecí mi lugar.

¿No me harán quilombo por viajar con el pasaje de un zurdido?

, ironizó. Pero sin pensarlo montó raudo en ese avión.

La cobertura se complicó cuando Menotti se enojó por una foto que le saqué tomando sol en el hotel de Villajoyosa. Me hizo saber que no me dejarían entrar a la concentración ni a los entrenamientos. Por suerte en España ya no hay dictadura, fue mi tímida respuesta. Ese año una foto que le saqué a Maradona fue premiada en la Argentina como la mejor del Mundial. Lo sentí como una señal.

Volví en el 83 y me incorporé al staff de DyN. A los pocos meses fui enviado a cubrir el Sudamericano Sub 20. “Chacal argentino ataca a policías bolivianos”, tituló un diario de La Paz sobre los incidentes en la final entre Argentina y Brasil. El chacal era yo, pero la terrible patada al policía fue del Negro Enrique, usándome como escudo. Me llevaron preso y un fiscal levantó acusaciones de ataque y resistencia a la autoridad. Mi preocupación era no poder terminar el trabajo. Finalmente intervino el embajador argentino y sé que hubo una conversación entre presidentes para liberarme. Fueron 24 largas horas.

Seré sincero.

La fotografía deportiva no me interesa. Aunque para los medios es fundamental. Los diarios argentinos gastan en coberturas de fútbol más que en todas las otras secciones juntas. Hubo una época en que nadie contrataba a un reportero gráfico si no hacía futbol. Aproveché bien esa ventaja.

Cuando llegué a México sólo habían pasado unos meses desde el peor terremoto en la historia del país.

Más de 6.500 muertos y cientos de edificios destruidos daban al DF un aspecto inquietante. Nuestro hotel era la torre más alta de la ciudad y, para tranquilizarnos, los empleados repetían que no había sufrido ni una rajadura. Había viajado como enviado de DyN pero también trabajaba para la agencia AFP. La habitación era moderna y lujosa. Lo que no sabía es que debía compartirla con un francés desconocido. Lo cierto es que mi compañero ocasional resultó ser el mejor fotógrafo del Tour de France. Lo llevaron al Mundial como premio al final de su carrera. Qué bueno, pensé. Voy a practicar idiomas.

La primera noche me despertó un ruido tremendo.

Llegué a pensar que era el principio de un terremoto. Pero no. Dominique Faget roncaba como nunca había escuchado ni volví a escuchar roncar a un hombre en toda mi vida. Hablé con el responsable del operativo de AFP para suplicarle que me cambiara de cuarto. Todos decían que exageraba … Hasta que conseguí un grabador.

Las pruebas resultaron demoledoras.

El tránsito en el DF es complicado. Uno puede tardar veinte minutos o cinco horas para cubrir el mismo trayecto. En la final del 70 muchos habían llegado tarde por esta razón, entonces la orden era salir mucho antes (¡seis horas!) para los partidos y tres para los entrenamientos. Las jornadas terminaban siendo muy largas. Ahí uno se olvida hasta del fútbol.

En 1986 casi no había diarios color en nuestro país. La agencia DyN tenía un servicio sólo blanco y negro, pero AFP montó un operativo para trasmitir fotos en color. El proceso era lento y engorroso; el revelado de los negativos llevaba 40 minutos, luego media hora para una copia decente y otra media para enviarla. En condiciones ideales eran casi dos horas hasta que los abonados la recibían. El trabajo de edición era importante y equivocarse significaba perder en la competencia con otras agencias.

Los jugadores argentinos adoraban salir en El Gráfico. La táctica para tener buenas imágenes era sentarme cerca de Ricardo Alfieri (hijo); siempre venían a gritarnos los goles. Veinte años más tarde Maradona sacó a la venta mi foto del segundo gol a los ingleses autografiada, numerada y enmarcada. Su empresa no pensó que debía pedir autorización y negociar los derechos de autor. Fuimos a una mediación judicial. El argumento fue simple: la obra de arte es tuya, Diego, pero la foto es mía.

Por suerte llegamos a un acuerdo ventajoso para ambos.

La FIFA impone reglas estrictas para los fotógrafos. Una es que no pueden pisar el campo de juego. En la semifinal contra Bélgica los argentinos vinieron a festejar el triunfo cerca de la línea. La presión de los colegas hizo que cayera dentro de la cancha y se me vino el mundo encima. El jefe de prensa, Guido Tognoni, arrancó mi credencial del cuello gritando: ¡ahora sí que no entrás a la final!

Al día siguiente volaba de fiebre y no paraba de vomitar.

Me internaron de urgencia y los médicos dijeron que se trataba de un virus. Hoy pienso que fue mi cabeza la que estaba a punto de estallar. En una habitación cercana también le hacían estudios a Passarella. El viernes me dieron el alta. Passarella, pobre, no tuvo tanta suerte. El sábado todos los periodistas extranjeros pedían que me levantaran la sanción. Tognoni parecía inflexible, pero al caer la noche me dijo que bueno, que fuera temprano al día siguiente y vería qué hacía. El alma me volvió al cuerpo. Volví a sentirme como un chico.

Fútbol, fútbol, fútbol.

Llegué primero al reparto de chalecos y salí último. Ese Mundial lo ganamos y Maradona se convirtió en Dios.

Mientras el país deliraba tomé unos días de descanso en Nueva York. A veces ser periodista tiene ventajas, por estar acreditado Aeroméxico me pasó a primera clase. Instalado en el avión, una azafata sirvió champagne. Otra vino con un carrito de libros de autores mexicanos. El asiento, pasillo por medio, estaba vacío hasta el despegue. El azar o quién sabe qué me reservaba una última sorpresa. De pronto apareció nada menos que Pelé. Saludó como si nos conociéramos de toda la vida.

El sueño del pibe se había completado, con variantes.

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